sábado, marzo 24, 2007
CARTA DE UN AMIGO
LA MUERTE EL OLVIDO Y LA REENCARNACION
Desde que soy capaz de recordar, desde mi niñez más temprana, siempre me ha fascinado la idea de la muerte. Habrá quien piense que es algo un tanto morboso, . ¿Cómo sería irse a dormir y no despertarse nunca?
La mayoría de las personas razonables se limitan a dejar de lado la idea. “Esto es algo impensable”, dicen; se encogen de hombros y dicen: “Bueno, pues así será.”
Pero yo soy uno de esos tercos empecinados que no se conforman con una respuesta así. No es que ande en busca de algo que la trascienda, sino que me fascina muchísimo como sería irse a dormir y no despertarse nunca. Mucha gente piensa que sería como adentrarse para siempre en la oscuridad o ser enterrado vivo. Pero ¡es obvio que no puede ser así, de ningún modo! Porque la oscuridad es algo que conocemos por contraste –y sólo por contraste- con la luz.
un ciego de nacimiento no tiene la más remota idea de lo que es la oscuridad. Para el, la palabra tiene tan poco sentido como la palabra “luz”. Y lo mismo nos sucede a todos; cuando dormimos, no nos percatamos de la oscuridad.
Si uno se fuera a dormir y se sumergiese en la inconsciencia para siempre jamás, esto no se parecería en nada a hundirse en la oscuridad, ni tampoco ser enterrado vivo. En realidad, sería como no haber existido nunca. Y no sólo uno mismo, sino también todo lo demás. Uno estaría en ese estado, como si nunca hubiera sido. Y naturalmente, no habría problemas, no habría nadie que lamentara la pérdida de nada. Ni siquiera se podría calificar de tragedia, porque no habría nadie para vivenciarlo como tragedia. Sería simplemente... nada en absoluto. Porque solamente uno no tendría futuro; tampoco tendría pasado ni presente.
A esta altura es probable que estés pensando: “Mejor hablemos de otra cosa” Pero yo no me conformo, pues todo esto me hace pensar en otras dos cosas. Ante todo, ese estado de nada me hace pensar que lo único que, en mi experiencia, se aproxima a la nada, es la forma en que mi cabeza se presenta a mis ojos. La sensación parece ser que ahí fuera hay un mundo ante mis ojos, pero por detrás de ellos no hay una mancha negra, ni siquiera una mancha borrosa. ¡No hay absolutamente nada! No tengo una percepción de mi cabeza como si fuera un agujero negro en mitad de toda esa luminosa experiencia visual. No tiene siquiera bordes muy definidos. El campo visual es un óvalo y por detrás de ese óvalo de visión no hay absolutamente nada. Claro que si me valgo de los dedos para palpar, puedo sentir algo detrás de mis ojos; si me valgo únicamente del sentido de la vista, allí no hay nada en lo absoluto. Y sin embargo, a partir de ese vacío, veo.
La segunda en que me hace pensar todo esto es que cuando esté muerto seré como si nunca hubiera nacido, y que así era antes de nacer. Así como cuando intento ir detrás de mis ojos para saber lo que hay allí me encuentro con un vacío, si procuro retroceder cada vez más en la evocación hasta llegar a mis recuerdos más tempranos y más allá aún...: nada, un vacío total. Pero, de la misma manera que sé que hay algo detrás de mis ojos si me apoyo los dedos en la cabeza, también sé por otras fuentes de información que, antes de que yo naciera, había algo que sucedía. Estaban mi padre y mi madre, y los padres de ellos, y toda la circunstancia material de la Tierra y su vida, de la cual ellos sugirieron, y más allá de eso el sistema solar, y más allá la galaxia, y más allá todas las galaxias, y más allá aún otro vacío: el espacio. Mi razonamiento es que si cuando muero vuelvo al estado en que me hallaba antes de nacer, ¿no podría acaso volver a suceder?
Lo que ha sucedido una vez bien puede suceder de nuevo. Si sucedió una vez es extraordinario que volviera a suceder. De hecho, sé que he visto morir a personas y que he visto que otras personas nacen después. O sea que después de que yo muera no sólo nacerá alguien; nacerán miles de personas. Es algo que todos sabemos, algo de lo cual no cabe duda. Lo que me preocupa es que cuando hayamos muerto pueda no haber nunca más absolutamente nada, como si eso fuera algo para preocuparse. Antes de que naciéramos había ese mismo “nunca más absolutamente nada” y, sin embargo sucedimos. Y si sucedimos una vez, podemos volver a suceder.
Ahora bien, ¿qué significa todo esto? Para verlo de la manera más simple, y para explicarme correctamente, debo inventar un verbo, el verbo “yoificar”. Lo escribiremos con la letra “I”, pero en vez de usarla como pronombre, haremos de ella un verbo. El universo se “yoifica”. Se ha “yoificado” en mí y se “yoifica” en vos. Ahora, volvamos a escribir el mismo sonido como eye. Cuando hablo de to eye, “ojear”, quiero decir mirar algo, percatarme o tomar conciencia de algo. Entonces, cambiaremos la forma de escribir y diremos que el universo “ojea” (eyes), que toma conciencia de sí mismo en cada uno de nosotros al “yoificarse” y, cada vez que lo hace, cada uno de nosotros en quien se “yoifica” siente que él es el centro de todo. Sé que vos tenes la sensación de ser yo de la misma manera que yo tengo la sensación de ser yo. Todos tenemos el mismo trasfondo de nada, no recordamos haberlo hecho antes y sin embargo antes ha sido hecho innumerables veces; no sólo antes en el tiempo, sino por todas partes a nuestro alrededor, en el espacio, están todos, está el universo “yoificándose” y tomando conciencia.
Procuremos aclararlo más diciendo que es la “yoificación” del universo. ¿Quién se “yoifica”? ¿Qué queremos decir con “yo”? Hay dos cosas. Primero, podemos referirnos a nuestro ego, a nuestra personalidad. Pero esa no es nuestra verdadera “yoificación”, porque la personalidad es la idea que tenemos de nosotros mismos, nuestra imagen de nosotros mismos, y esto es algo compuesto de cómo nos sentimos, de lo que pensamos de nosotros mismos, mezclado con todo lo que de nosotros nos han dicho nuestros amigos y familiares. De modo que la imagen de sí mismo que uno se hace no tiene de uno más de lo que puede tener su fotografía, ni es uno en mayor medida que la imagen de una cosa cualquiera “es” la cosa. Las imágenes que tenemos de nosotros mismos no son más que caricaturas. Para la mayoría de nosotros no contienen información alguna sobre la forma en que construimos nuestro cerebro, hacemos funcionar nuestros nervios o circular nuestra sangre, sobre cómo segregamos con nuestras glándulas o damos forma a nuestros huesos. Nada de eso está contenido en la sensación de la imagen que denominamos ego, de manera que es obvio que la imagen del ego no soy yo, no es mi “sí mismo”.
Mi “sí mismo” abarca todas esas cosas que está haciendo el cuerpo; la circulación de la sangre, la respiración, la actividad eléctrica de los nervios, todo eso soy yo, pero no sé cómo se hace. Y sin embargo, lo hago. Es correcto decir que yo respiro, camino, pienso, estoy consciente; no sé cómo me las arreglo para estarlo, pero lo hago de la misma manera que me hago crecer el pelo. Por consiguiente, tengo que localizar ese centro de mi mismo que es mi “yoificación” en un nivel más profundo que mi ego, que es la imagen o idea que tengo de mí mismo. Pero, ¿hasta qué profundidad tenemos que ir?
Podemos decir que el cuerpo es el “yo”, pero el cuerpo proviene del resto del universo, proviene de toda esa energía... de modo que es el nuevo universo que se “yoifica”. El universo se “yoifica” de la misma manera que un árbol o una estrella brilla, y el centro de ese dar manzanas es el árbol, y el centro de ese brillar es la estrella, de modo que el centro básico del sí mismo de la “yoificación” es el universo eterno o la cosa eterna que lleva diez mil millones de años de existencia y probablemente seguirá existiendo durante un lapso igual, por lo menos. El tiempo que dure no es cosa nuestra, pero como eso repetidamente se “yoifica”, parece absolutamente razonable suponer que cuando yo muera y mi cuerpo físico se desintegre, y con él todo el sistema mnémico, entonces la conciencia, la percatación que yo tuve volverán una vez más a comenzar, no exactamente de la misma manera, sino simplemente como un bebé que nace.
Y por cierto que habría miríadas de bebés que nazcan, y no solamente bebés humanos, sino bebés y conejos y ranas, bebés bacterias y virus y moscas de la fruta... ¿y cuál de ellos me tocará ser?. Solo uno de ellos y, sin embargo, cada uno de ellos; es una experiencia que siempre se da en singular, de a uno por vez, pero sin duda uno de ellos. En realidad no tiene mucha importancia cuál porque si me tocara nacer como mosca de la fruta pensaría que ser una mosca de la fruta era lo más normal del mundo y, naturalmente, me consideraría una persona importante y muy culta, porque es evidente que las moscas de la fruta tienen una refinadísima cultura. Aunque nosotros no sepamos siquiera cómo aproximarnos a ella, es probable que tengan sinfonías y música de todas clases, que organicen espectáculos artísticos basados en las diferentes maneras que tiene la luz de reflejarse en sus alas, o en las coreografías que dibujan en el aire, y que se digan: “Oh, mírala, qué estilo tiene, fíjate cómo se refleja la luz en sus alas.” Ellas, en su mundo, se consideran tan importantes y civilizadas como nosotros en el nuestro. De modo que si hubiéramos de volver como moscas de la fruta, no nos sentiríamos diferentes de lo que nos sentimos al volver como seres humanos. Ya estaríamos acostumbrados.
Habrá quien diga: “¡Pero no sería yo! ¡Porque si volviese a ser yo, tendría que recordar cómo era antes!”. De acuerdo, pero recordemos que no sabemos cómo éramos antes y, sin embargo, cada uno está bastante contento con ser el yo que es. En realidad es un arreglo totalmente satisfactorio para este mundo que no recordemos cómo era antes. ¿Por qué? Porque la variedad es la sal de la vida, y si recordáramos y recordáramos y siguiéramos recordando que hicimos algo una y otra, y otra vez más, nos aburriríamos. Para ver una figura tenemos que tener un fondo, para que un recuerdo sea precioso tenemos que tener, también, capacidad de olvido. Por eso dormimos todas las noches, para recobrar las fuerzas; nos sumergimos en lo inconsciente para que el retorno a la conciencia sea, una vez más, una gran experiencia.
Días tras día recordamos los días que han transcurrido antes, aunque se interponga el intervalo del sueño. Finalmente llega un momento en que, si consideramos lo que verdaderamente nos gusta, desearemos olvidar todo lo que sucedió antes. Entonces podemos tener la extraordinaria experiencia de ver una vez más el mundo a través de los ojos de un bebé... de cualquier clase de bebé. Entonces todo será completamente nuevo y recuperaremos todo el deslumbrado asombro que experimenta un niño, toda la vivacidad de percepción que no tendríamos si siguiéramos recordándolo todo, para siempre.
El universo es un sistema que se olvida de sí mismo y después vuelve a recordar, de modo que hay siempre un cambio constante y una constante diversidad en el ámbito del tiempo. Y lo mismo hace en el ámbito del espacio, mirándose a través de todos y cada uno de los diferentes organismos vivientes, obteniendo una visión global.
Esta es una manera de liberarse de prejuicios, de liberarse de una visión unilateral. La muerte, en ese sentido, es una liberación tremenda de la monotonía. Pone a todo un término de total olvido mediante un proceso rítmico de on/off, on/off, de modo tal que se puede empezar todo de nuevo sin aburrirse jamás. Pero lo importante es que si el lector puede juzgar imaginativamente con la idea de no ser nada para siempre jamás, lo que en realidad está diciendo es “cuando yo me muera, el universo se detiene”, mientras que yo digo que “continúa”, tal como venía haciéndolo cuando nacimos. Alguien podrá pensar que es increíble que tengamos más de una vida, pero ¿acaso no es increíble que tengamos esta? ¡Es asombroso! Y siempre puede volver a suceder: ¡una y otra, y otra vez más!
Lo que digo, pues, es que el simple hecho de que no sepamos que hacemos para estar conscientes, como nos las arreglamos para hacer crecer nuestro cuerpo y para moldearlo, no significa que no lo hagamos. Igualmente, si uno no sabe de qué manera el universo hace brillar las estrellas, constela las constelaciones o galagtifica las galaxias... aunque no lo sepa, eso no significa que no esté haciéndolo, de la misma manera que está respirando sin saber cómo se respira.
Si digo real y verdaderamente que yo soy la totalidad del universo o que este organismo particular y concreto es una “yoificación” efectuada por todo el universo, alguien podría decirme: “Pero ¿quién demonios te crees que eres? ¿Dios? ¿Acaso tú animas las galaxias? ¿Puedes enlazar las mansas influencias de las Pléyades o aflojar las ligaduras de Orión?” Y yo replico: “¡Quién diablos te crees tú que eres! ¿Puedes decirme cómo haces crecer tu cerebro, cómo das forma a los globos oculares y cómo te las compones para ver? Bueno, pues si no puedes decírmelo, tampoco yo puedo decirte cómo animo las galaxias. Sólo que yo he localizado el centro de mí mismo en un nivel más profundo y más universal de lo acostumbrado en nuestra cultura...”
De modo que si la energía universal es el verdadero yo, el verdadero “si mismo” que se “yoifica” en forma de diferentes organismos en espacios o lugares diferentes, y acontece una y otra vez en momentos diferentes, tenemos en funcionamiento un sistema maravilloso, en el cual es posible estar eternamente sorprendido. El universo es, en realidad, un sistema que continuamente se sorprende a sí mismo.
Muchos de nosotros, y especialmente en esta época de competición tecnológica, tenemos la ambición de llegar a controlarlo todo. Es una ambición falsa porque basta con detenerse a pensar un momento en lo que sería, realmente, saberlo todo y controlarlo todo. Supongamos que tuviéramos una tecnología supercolosal capaz de satisfacer nuestros más desaforados sueños de competencia tecnológica, de modo que todo lo que va a suceder fuera conocido y predicho de antemano, y todo estuviese bajo nuestro control. Pero ¡si sería como hacer el amor con una mujer de plástico! No habría ningún elemento de sorpresa, ninguna respuesta imprevista aun contacto, como sucede cuando tocamos a otro ser humano. Entonces se produce una respuesta que es algo inesperado, y eso es, realmente, lo que queremos.
No se puede experimentar la sensación que llamamos de sí mismo a menos que se dé contraste con la sensación del otro. Es como lo conocido y lo desconocido, la luz y la oscuridad, lo positivo y lo negativo. El otro es necesario para poder sentir el sí mismo. ¿No es ese el arreglo que queremos ¿ Y de la misma manera, ¿no podríamos decir que el arreglo que queremos es no recordar? Recuérdese que la memoria es siempre una forma de control: “Lo tengo presente, te tengo fichado, estás bajo control.” Finalmente, uno requiere escapar de ese control.
Si uno sigue recordando, recordando y recordando, es como escribir y seguir escribiendo sobre el mismo papel hasta que no queda lugar. La memoria está atiborrada y es necesario borrarla para empezar a escribir en ella de nuevo.
Eso es lo que hace por nosotros la muerte: borrar la pizarra y, para verlo también desde el punto de vista de la población y de la especie humana en el planeta, ¡borrarnos! Una tecnología que nos permita la inmortalidad individual atestaria progresivamente el planeta de personas irremediablemente dotadas de memorias superpobladas. Sería como personas que vivieran en una casa donde hubiesen acumulado tantas cosas, tantos libros, tantos floreros, tantos juegos de cubiertos, tantas mesas, sillas y periódicos que ya no quedara lugar para moverse.
Para vivir necesitamos espacio, y el espacio es una especie de nada, como la muerte es una especie de nada: el principio es el mismo. Y al ir poniendo bloques o espacios de nada, espacios de espacio entre los espacios de lago, espaciamos adecuadamente la vida. La palabra alemana Lebensraum significa lugar para vivir, y eso es lo que nos da el espacio, y eso es lo que nos da la muerte.
Obsérvese que en todo lo que llevo dicho sobre la muerte no he introducido nada que no pudiera considerar horripilante o fantasmagórico. No he suministrado, sobre ningún punto, ninguna información que ya no tuvieras. Tampoco he invocado ningún conocimiento misterioso de ánimas, recuerdos de vidas anteriores ni nada semejante; me limité a hablar del tema en los términos que ya conocemos. Si hay quien cree que la idea de una vida más allá de la tumba no es más que racionalización de la esperanza, se lo concedo.
Demos por sentado que es racionalización de la esperanza, y que cuando hayamos muerto, simplemente no habrá nada. Será el final. Advirtamos, ante todo, que eso es lo peor que hay que temer. Y ¿eso te asusta? ¿Quién se asustará? Supongamos que se acabe: se acaban los problemas.
Pero entonces el lector, si ha seguido mi argumentación, verá que esta nada es algo de lo cual volverá a “rebotar” tal como ya rebotó una vez, cuando nació. Todos rebotamos de la nada. La nada es una especie de rebote que implica que nada implica algo. Uno vuelve a rebotar todo nuevo, diferente, sin nada para comparar con lo de antes. Una experiencia estimulante.
Tenemos esta sensación de nada tal como tenemos la sensación de nada detrás de los ojos, una nada muy poderosa y juguetona, subyacente en tono nuestro ser. No hay nada que temer en esa nada. A partir de esta sensación se puede seguir adelante como si lo que nos resta de vida fuera un regalo, porque ya estamos muertos: sabemos que vamos a morir.
Se suele decir que las únicas cosas seguras son la muerte y los impuestos. Y la muerte de cada unos de nosotros es en este momento tan segura como si hubiéramos de morirnos dentro de cinco minutos. Entonces, ¿dónde está la angustia? ¿Dónde está el problema? Considérate ya como muerto y no tendrás nada que perder. Un proverbio turco dice: “Quien duerme en el suelo no se caerá de la cama.” Pues lo mismo pasa con la persona que se considera ya como muerta.
Por consiguiente, virtualmente no eres nada. Dentro de cien años serás un puñado de polvo en el sentido más literal. Está bien; entonces, actúa según esa realidad. Y a partir de eso... nada. Repentinamente, te sorprenderás: cuánto más sepas que no eres nada, tanto más valdrás algo.
MISTYCOCUANTICO
Desde que soy capaz de recordar, desde mi niñez más temprana, siempre me ha fascinado la idea de la muerte. Habrá quien piense que es algo un tanto morboso, . ¿Cómo sería irse a dormir y no despertarse nunca?
La mayoría de las personas razonables se limitan a dejar de lado la idea. “Esto es algo impensable”, dicen; se encogen de hombros y dicen: “Bueno, pues así será.”
Pero yo soy uno de esos tercos empecinados que no se conforman con una respuesta así. No es que ande en busca de algo que la trascienda, sino que me fascina muchísimo como sería irse a dormir y no despertarse nunca. Mucha gente piensa que sería como adentrarse para siempre en la oscuridad o ser enterrado vivo. Pero ¡es obvio que no puede ser así, de ningún modo! Porque la oscuridad es algo que conocemos por contraste –y sólo por contraste- con la luz.
un ciego de nacimiento no tiene la más remota idea de lo que es la oscuridad. Para el, la palabra tiene tan poco sentido como la palabra “luz”. Y lo mismo nos sucede a todos; cuando dormimos, no nos percatamos de la oscuridad.
Si uno se fuera a dormir y se sumergiese en la inconsciencia para siempre jamás, esto no se parecería en nada a hundirse en la oscuridad, ni tampoco ser enterrado vivo. En realidad, sería como no haber existido nunca. Y no sólo uno mismo, sino también todo lo demás. Uno estaría en ese estado, como si nunca hubiera sido. Y naturalmente, no habría problemas, no habría nadie que lamentara la pérdida de nada. Ni siquiera se podría calificar de tragedia, porque no habría nadie para vivenciarlo como tragedia. Sería simplemente... nada en absoluto. Porque solamente uno no tendría futuro; tampoco tendría pasado ni presente.
A esta altura es probable que estés pensando: “Mejor hablemos de otra cosa” Pero yo no me conformo, pues todo esto me hace pensar en otras dos cosas. Ante todo, ese estado de nada me hace pensar que lo único que, en mi experiencia, se aproxima a la nada, es la forma en que mi cabeza se presenta a mis ojos. La sensación parece ser que ahí fuera hay un mundo ante mis ojos, pero por detrás de ellos no hay una mancha negra, ni siquiera una mancha borrosa. ¡No hay absolutamente nada! No tengo una percepción de mi cabeza como si fuera un agujero negro en mitad de toda esa luminosa experiencia visual. No tiene siquiera bordes muy definidos. El campo visual es un óvalo y por detrás de ese óvalo de visión no hay absolutamente nada. Claro que si me valgo de los dedos para palpar, puedo sentir algo detrás de mis ojos; si me valgo únicamente del sentido de la vista, allí no hay nada en lo absoluto. Y sin embargo, a partir de ese vacío, veo.
La segunda en que me hace pensar todo esto es que cuando esté muerto seré como si nunca hubiera nacido, y que así era antes de nacer. Así como cuando intento ir detrás de mis ojos para saber lo que hay allí me encuentro con un vacío, si procuro retroceder cada vez más en la evocación hasta llegar a mis recuerdos más tempranos y más allá aún...: nada, un vacío total. Pero, de la misma manera que sé que hay algo detrás de mis ojos si me apoyo los dedos en la cabeza, también sé por otras fuentes de información que, antes de que yo naciera, había algo que sucedía. Estaban mi padre y mi madre, y los padres de ellos, y toda la circunstancia material de la Tierra y su vida, de la cual ellos sugirieron, y más allá de eso el sistema solar, y más allá la galaxia, y más allá todas las galaxias, y más allá aún otro vacío: el espacio. Mi razonamiento es que si cuando muero vuelvo al estado en que me hallaba antes de nacer, ¿no podría acaso volver a suceder?
Lo que ha sucedido una vez bien puede suceder de nuevo. Si sucedió una vez es extraordinario que volviera a suceder. De hecho, sé que he visto morir a personas y que he visto que otras personas nacen después. O sea que después de que yo muera no sólo nacerá alguien; nacerán miles de personas. Es algo que todos sabemos, algo de lo cual no cabe duda. Lo que me preocupa es que cuando hayamos muerto pueda no haber nunca más absolutamente nada, como si eso fuera algo para preocuparse. Antes de que naciéramos había ese mismo “nunca más absolutamente nada” y, sin embargo sucedimos. Y si sucedimos una vez, podemos volver a suceder.
Ahora bien, ¿qué significa todo esto? Para verlo de la manera más simple, y para explicarme correctamente, debo inventar un verbo, el verbo “yoificar”. Lo escribiremos con la letra “I”, pero en vez de usarla como pronombre, haremos de ella un verbo. El universo se “yoifica”. Se ha “yoificado” en mí y se “yoifica” en vos. Ahora, volvamos a escribir el mismo sonido como eye. Cuando hablo de to eye, “ojear”, quiero decir mirar algo, percatarme o tomar conciencia de algo. Entonces, cambiaremos la forma de escribir y diremos que el universo “ojea” (eyes), que toma conciencia de sí mismo en cada uno de nosotros al “yoificarse” y, cada vez que lo hace, cada uno de nosotros en quien se “yoifica” siente que él es el centro de todo. Sé que vos tenes la sensación de ser yo de la misma manera que yo tengo la sensación de ser yo. Todos tenemos el mismo trasfondo de nada, no recordamos haberlo hecho antes y sin embargo antes ha sido hecho innumerables veces; no sólo antes en el tiempo, sino por todas partes a nuestro alrededor, en el espacio, están todos, está el universo “yoificándose” y tomando conciencia.
Procuremos aclararlo más diciendo que es la “yoificación” del universo. ¿Quién se “yoifica”? ¿Qué queremos decir con “yo”? Hay dos cosas. Primero, podemos referirnos a nuestro ego, a nuestra personalidad. Pero esa no es nuestra verdadera “yoificación”, porque la personalidad es la idea que tenemos de nosotros mismos, nuestra imagen de nosotros mismos, y esto es algo compuesto de cómo nos sentimos, de lo que pensamos de nosotros mismos, mezclado con todo lo que de nosotros nos han dicho nuestros amigos y familiares. De modo que la imagen de sí mismo que uno se hace no tiene de uno más de lo que puede tener su fotografía, ni es uno en mayor medida que la imagen de una cosa cualquiera “es” la cosa. Las imágenes que tenemos de nosotros mismos no son más que caricaturas. Para la mayoría de nosotros no contienen información alguna sobre la forma en que construimos nuestro cerebro, hacemos funcionar nuestros nervios o circular nuestra sangre, sobre cómo segregamos con nuestras glándulas o damos forma a nuestros huesos. Nada de eso está contenido en la sensación de la imagen que denominamos ego, de manera que es obvio que la imagen del ego no soy yo, no es mi “sí mismo”.
Mi “sí mismo” abarca todas esas cosas que está haciendo el cuerpo; la circulación de la sangre, la respiración, la actividad eléctrica de los nervios, todo eso soy yo, pero no sé cómo se hace. Y sin embargo, lo hago. Es correcto decir que yo respiro, camino, pienso, estoy consciente; no sé cómo me las arreglo para estarlo, pero lo hago de la misma manera que me hago crecer el pelo. Por consiguiente, tengo que localizar ese centro de mi mismo que es mi “yoificación” en un nivel más profundo que mi ego, que es la imagen o idea que tengo de mí mismo. Pero, ¿hasta qué profundidad tenemos que ir?
Podemos decir que el cuerpo es el “yo”, pero el cuerpo proviene del resto del universo, proviene de toda esa energía... de modo que es el nuevo universo que se “yoifica”. El universo se “yoifica” de la misma manera que un árbol o una estrella brilla, y el centro de ese dar manzanas es el árbol, y el centro de ese brillar es la estrella, de modo que el centro básico del sí mismo de la “yoificación” es el universo eterno o la cosa eterna que lleva diez mil millones de años de existencia y probablemente seguirá existiendo durante un lapso igual, por lo menos. El tiempo que dure no es cosa nuestra, pero como eso repetidamente se “yoifica”, parece absolutamente razonable suponer que cuando yo muera y mi cuerpo físico se desintegre, y con él todo el sistema mnémico, entonces la conciencia, la percatación que yo tuve volverán una vez más a comenzar, no exactamente de la misma manera, sino simplemente como un bebé que nace.
Y por cierto que habría miríadas de bebés que nazcan, y no solamente bebés humanos, sino bebés y conejos y ranas, bebés bacterias y virus y moscas de la fruta... ¿y cuál de ellos me tocará ser?. Solo uno de ellos y, sin embargo, cada uno de ellos; es una experiencia que siempre se da en singular, de a uno por vez, pero sin duda uno de ellos. En realidad no tiene mucha importancia cuál porque si me tocara nacer como mosca de la fruta pensaría que ser una mosca de la fruta era lo más normal del mundo y, naturalmente, me consideraría una persona importante y muy culta, porque es evidente que las moscas de la fruta tienen una refinadísima cultura. Aunque nosotros no sepamos siquiera cómo aproximarnos a ella, es probable que tengan sinfonías y música de todas clases, que organicen espectáculos artísticos basados en las diferentes maneras que tiene la luz de reflejarse en sus alas, o en las coreografías que dibujan en el aire, y que se digan: “Oh, mírala, qué estilo tiene, fíjate cómo se refleja la luz en sus alas.” Ellas, en su mundo, se consideran tan importantes y civilizadas como nosotros en el nuestro. De modo que si hubiéramos de volver como moscas de la fruta, no nos sentiríamos diferentes de lo que nos sentimos al volver como seres humanos. Ya estaríamos acostumbrados.
Habrá quien diga: “¡Pero no sería yo! ¡Porque si volviese a ser yo, tendría que recordar cómo era antes!”. De acuerdo, pero recordemos que no sabemos cómo éramos antes y, sin embargo, cada uno está bastante contento con ser el yo que es. En realidad es un arreglo totalmente satisfactorio para este mundo que no recordemos cómo era antes. ¿Por qué? Porque la variedad es la sal de la vida, y si recordáramos y recordáramos y siguiéramos recordando que hicimos algo una y otra, y otra vez más, nos aburriríamos. Para ver una figura tenemos que tener un fondo, para que un recuerdo sea precioso tenemos que tener, también, capacidad de olvido. Por eso dormimos todas las noches, para recobrar las fuerzas; nos sumergimos en lo inconsciente para que el retorno a la conciencia sea, una vez más, una gran experiencia.
Días tras día recordamos los días que han transcurrido antes, aunque se interponga el intervalo del sueño. Finalmente llega un momento en que, si consideramos lo que verdaderamente nos gusta, desearemos olvidar todo lo que sucedió antes. Entonces podemos tener la extraordinaria experiencia de ver una vez más el mundo a través de los ojos de un bebé... de cualquier clase de bebé. Entonces todo será completamente nuevo y recuperaremos todo el deslumbrado asombro que experimenta un niño, toda la vivacidad de percepción que no tendríamos si siguiéramos recordándolo todo, para siempre.
El universo es un sistema que se olvida de sí mismo y después vuelve a recordar, de modo que hay siempre un cambio constante y una constante diversidad en el ámbito del tiempo. Y lo mismo hace en el ámbito del espacio, mirándose a través de todos y cada uno de los diferentes organismos vivientes, obteniendo una visión global.
Esta es una manera de liberarse de prejuicios, de liberarse de una visión unilateral. La muerte, en ese sentido, es una liberación tremenda de la monotonía. Pone a todo un término de total olvido mediante un proceso rítmico de on/off, on/off, de modo tal que se puede empezar todo de nuevo sin aburrirse jamás. Pero lo importante es que si el lector puede juzgar imaginativamente con la idea de no ser nada para siempre jamás, lo que en realidad está diciendo es “cuando yo me muera, el universo se detiene”, mientras que yo digo que “continúa”, tal como venía haciéndolo cuando nacimos. Alguien podrá pensar que es increíble que tengamos más de una vida, pero ¿acaso no es increíble que tengamos esta? ¡Es asombroso! Y siempre puede volver a suceder: ¡una y otra, y otra vez más!
Lo que digo, pues, es que el simple hecho de que no sepamos que hacemos para estar conscientes, como nos las arreglamos para hacer crecer nuestro cuerpo y para moldearlo, no significa que no lo hagamos. Igualmente, si uno no sabe de qué manera el universo hace brillar las estrellas, constela las constelaciones o galagtifica las galaxias... aunque no lo sepa, eso no significa que no esté haciéndolo, de la misma manera que está respirando sin saber cómo se respira.
Si digo real y verdaderamente que yo soy la totalidad del universo o que este organismo particular y concreto es una “yoificación” efectuada por todo el universo, alguien podría decirme: “Pero ¿quién demonios te crees que eres? ¿Dios? ¿Acaso tú animas las galaxias? ¿Puedes enlazar las mansas influencias de las Pléyades o aflojar las ligaduras de Orión?” Y yo replico: “¡Quién diablos te crees tú que eres! ¿Puedes decirme cómo haces crecer tu cerebro, cómo das forma a los globos oculares y cómo te las compones para ver? Bueno, pues si no puedes decírmelo, tampoco yo puedo decirte cómo animo las galaxias. Sólo que yo he localizado el centro de mí mismo en un nivel más profundo y más universal de lo acostumbrado en nuestra cultura...”
De modo que si la energía universal es el verdadero yo, el verdadero “si mismo” que se “yoifica” en forma de diferentes organismos en espacios o lugares diferentes, y acontece una y otra vez en momentos diferentes, tenemos en funcionamiento un sistema maravilloso, en el cual es posible estar eternamente sorprendido. El universo es, en realidad, un sistema que continuamente se sorprende a sí mismo.
Muchos de nosotros, y especialmente en esta época de competición tecnológica, tenemos la ambición de llegar a controlarlo todo. Es una ambición falsa porque basta con detenerse a pensar un momento en lo que sería, realmente, saberlo todo y controlarlo todo. Supongamos que tuviéramos una tecnología supercolosal capaz de satisfacer nuestros más desaforados sueños de competencia tecnológica, de modo que todo lo que va a suceder fuera conocido y predicho de antemano, y todo estuviese bajo nuestro control. Pero ¡si sería como hacer el amor con una mujer de plástico! No habría ningún elemento de sorpresa, ninguna respuesta imprevista aun contacto, como sucede cuando tocamos a otro ser humano. Entonces se produce una respuesta que es algo inesperado, y eso es, realmente, lo que queremos.
No se puede experimentar la sensación que llamamos de sí mismo a menos que se dé contraste con la sensación del otro. Es como lo conocido y lo desconocido, la luz y la oscuridad, lo positivo y lo negativo. El otro es necesario para poder sentir el sí mismo. ¿No es ese el arreglo que queremos ¿ Y de la misma manera, ¿no podríamos decir que el arreglo que queremos es no recordar? Recuérdese que la memoria es siempre una forma de control: “Lo tengo presente, te tengo fichado, estás bajo control.” Finalmente, uno requiere escapar de ese control.
Si uno sigue recordando, recordando y recordando, es como escribir y seguir escribiendo sobre el mismo papel hasta que no queda lugar. La memoria está atiborrada y es necesario borrarla para empezar a escribir en ella de nuevo.
Eso es lo que hace por nosotros la muerte: borrar la pizarra y, para verlo también desde el punto de vista de la población y de la especie humana en el planeta, ¡borrarnos! Una tecnología que nos permita la inmortalidad individual atestaria progresivamente el planeta de personas irremediablemente dotadas de memorias superpobladas. Sería como personas que vivieran en una casa donde hubiesen acumulado tantas cosas, tantos libros, tantos floreros, tantos juegos de cubiertos, tantas mesas, sillas y periódicos que ya no quedara lugar para moverse.
Para vivir necesitamos espacio, y el espacio es una especie de nada, como la muerte es una especie de nada: el principio es el mismo. Y al ir poniendo bloques o espacios de nada, espacios de espacio entre los espacios de lago, espaciamos adecuadamente la vida. La palabra alemana Lebensraum significa lugar para vivir, y eso es lo que nos da el espacio, y eso es lo que nos da la muerte.
Obsérvese que en todo lo que llevo dicho sobre la muerte no he introducido nada que no pudiera considerar horripilante o fantasmagórico. No he suministrado, sobre ningún punto, ninguna información que ya no tuvieras. Tampoco he invocado ningún conocimiento misterioso de ánimas, recuerdos de vidas anteriores ni nada semejante; me limité a hablar del tema en los términos que ya conocemos. Si hay quien cree que la idea de una vida más allá de la tumba no es más que racionalización de la esperanza, se lo concedo.
Demos por sentado que es racionalización de la esperanza, y que cuando hayamos muerto, simplemente no habrá nada. Será el final. Advirtamos, ante todo, que eso es lo peor que hay que temer. Y ¿eso te asusta? ¿Quién se asustará? Supongamos que se acabe: se acaban los problemas.
Pero entonces el lector, si ha seguido mi argumentación, verá que esta nada es algo de lo cual volverá a “rebotar” tal como ya rebotó una vez, cuando nació. Todos rebotamos de la nada. La nada es una especie de rebote que implica que nada implica algo. Uno vuelve a rebotar todo nuevo, diferente, sin nada para comparar con lo de antes. Una experiencia estimulante.
Tenemos esta sensación de nada tal como tenemos la sensación de nada detrás de los ojos, una nada muy poderosa y juguetona, subyacente en tono nuestro ser. No hay nada que temer en esa nada. A partir de esta sensación se puede seguir adelante como si lo que nos resta de vida fuera un regalo, porque ya estamos muertos: sabemos que vamos a morir.
Se suele decir que las únicas cosas seguras son la muerte y los impuestos. Y la muerte de cada unos de nosotros es en este momento tan segura como si hubiéramos de morirnos dentro de cinco minutos. Entonces, ¿dónde está la angustia? ¿Dónde está el problema? Considérate ya como muerto y no tendrás nada que perder. Un proverbio turco dice: “Quien duerme en el suelo no se caerá de la cama.” Pues lo mismo pasa con la persona que se considera ya como muerta.
Por consiguiente, virtualmente no eres nada. Dentro de cien años serás un puñado de polvo en el sentido más literal. Está bien; entonces, actúa según esa realidad. Y a partir de eso... nada. Repentinamente, te sorprenderás: cuánto más sepas que no eres nada, tanto más valdrás algo.
MISTYCOCUANTICO
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